El mensaje de la hija de Paco de Lucía en el aniversario de su muerte: "No quiero que te vayas nunca"

Sandra Domínguez Mesa
Periodista
25 de Febrero de 2022
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Día triste, de desenfundar anécdotas y recuerdos ya enmarcados para siempre, para los familiares, amigos y allegados del genio de la guitarra Paco de Lucía en el octavo aniversario de su muerte. Este viernes, 25 de febrero, se cumplen ya ocho años de la desaparición de este artista de La Bajadilla que, en realidad, se siente como si nunca se hubiese ido, dejando una huella imborrable con sus acordes en todo el mundo. El algecireño más internacional que familiares y amigos recuerdan con especial cariño en el día de hoy. Así lo ha hecho su hija, Casilda Sánchez Varela, en un emotivo escrito compartido en sus redes sociales en el que recrea un reencuentro con su padre. En memoria del artista, del hombre, del padre, Paco de Lucía:

"De las giras largas llegabas temprano. Estábamos todavía en la cama cuando ese timbrazo tuyo, entre pitido madridista y toque por tangos, aceleraba los latidos de la mañana. Corríamos al ventanal de tu habitación, que daba a la entrada, y pegábamos la nariz al cristal.

El portón se abría como las cortinas de un teatro y con Carlos o Manolo al volante entraba el Mercedes rojo. Ibas apareciendo a pedazos: la gorra, los pómulos, la mirada negra, las esquirlas de mil batallas libradas en la oscuridad. De algún modo, aquellos fogonazos furtivos apaciguaban la inquietud, el nerviosismo, ese no saber bien de qué hablar de los reencuentros delicados. Por eso nos gustaba verte llegar desde allí; para ir alisando los pliegues de la distancia.

Sacabas del maletero tus cosas. Tu guitarra, los regalos; el tabaco del Duty Free y al terminar; alzabas la cara para buscarnos. También a ti se te notaba un asomo de inquietud. Nos sonreíamos, agitábamos las manos y despacio, con ese arrimarse decoroso de los viejos amores, todo volvía a empezar.

Hoy, sentada delante del mismo ventanal de mi niñez me sobrecoge de nuevo verte llegar. Vienes con el abrigo azul marino, la gorrita de siempre y unas deportivas muy grandes. Te paras un segundo a tocar las hojas del laurel y reanudas el camino mirando al suelo. Subes las escaleras ágil -nunca tuviste edad- y cuando abro la puerta me abrazas en esa inmensidad tuya de tabaco rubio, colonia reciente y viejo hombre de mar. "¿Que hay, corazón?", preguntas separándote y buscándome la respuesta en la cara. Estás guapo, relajado y moreno. Te lo digo. "Es que estoy en la gloria". Te ríes y el eco de tu carcajada te sigue hasta el salón.

Te sientas donde siempre, una butaca de esquina, roja y gastada, al lado de la chimenea. Subes las dos piernas, una sobre la otra, a la mesa redonda de cristal y me hablas del infinito con esa mirada honda y fija de cuando quieres contagiar. "Aquello es increíble. Tengo una casita delante del mar que es una preciosidad. Antigua, llena de limoneros y con una alberca pequeñita pero en la que se puede nadar. ¡Hay una fruta; Sisi!, ¡Y un pescao!"; y entornas los ojos agitando la cabeza en esa inigualable escenificación tuya del placer. "¿Te acuerdas del boquinete de Méjico? Bueno, pues mejor. Una maravilla; de verdad, hija". ¡Qué bonito le suena el hija! ¡Qué bonito suena todo en él!

"¿Hay café hecho?”. Vuelves a carraspear como arrancándote un forro del pulmón. Podría definirse a un hombre por los ruidos de su costumbre, pienso; y hago repaso de los tuyos, las tos bronquial, el crujido del pelo cuando te lo ahuecas por detrás; el suspiro de gusto al sentarte en el sofá o el rasgueo mudo de las cuerdas contra esa servilleta de papel que colocabas en la boca de la guitarra para no molestarnos al ensayar.

No hay café, así que pongo la cafetera al fuego. Te gusta de puchero. Con el primer sorbo te enciendes un cigarro, uno de esos largos que fumas ahora. "Sólo estoy fumando diez o doce al día", dices contrayendo la cara angulosa tras el velo de humo y cambiando rápido de tema. "Bueno, ¿y por aquí qué?".

Te cuento las cosas más raras que han pasado desde que te fuiste, todo lo que raya en lo inverosímil y que es -junto a la gracia, los chismes y la profundidad- lo único que consigue arrancarte de tu cueva de soledad.

"Qué modernas tus zapatilla papi”, te digo para acabar.- Sí-, sonríes-, me las regaló el otro día un trompetista de Chicago que es un bicharraco. Pero me están un poco apretás”.

Me cuentas que estás tocando mucho; “pero ya por fin relajao, disfrutando”, que el otro día os liasteis de fiesta en la casa con "el bicharraco”, el Donday y dos o tres más y os dieron las ocho de la mañana. Me cuentas también, con los ojos muy abiertos, que has conocido por fin a García Márquez. "Ná, un día me lo encontré por allí y cenamos juntos ¡Qué hombre más inteligente! Hay en alguno de sus libros un personaje calvo que describe perfectamente cómo se siente un calvo. Le pregunté: ¿cómo es posible que puedas definir eso así de bien con la mata de pelo que tienes? Se rió mucho”.

Te escucho hablar fascinada, atrapada en ese magnetismo tuyo de hombre milenario, de gran león, de sabio andaluz; y mecida en tu voz suave y profunda como el viento del Siroco al que diste inmortalidad, trato de no anticipar aún el vacío de tu ausencia. Pero ya ha caído la tarde al otro lado el cristal y cuando miras tu reloj digital exclamas sobresaltado y poniéndote de pie; "¡Uy, me tengo que ir ya, que va a empezar el partido!".

No quiero que te vayas todavía, no quiero que te vayas nunca, pero siempre has sido tú quien lo decide todo en ese dejarte llevar. Ahora el abrazo no es de reencuentro, es de consuelo y se me llenan los ojos de lágrimas como cada vez que te fuiste.

Tú, que no eres de llorar, contemplas el llanto con una mezcla de asombro y compasión. También como siempre; "No te pongas triste, vida mía. Que yo estoy muy bien, de verdad” . Luego, poniendo una cara que no sabría explicar añades: "Ya no podía más”. Asiento en silencio y me acaricias el pelo. "Tened mucho cuidadito, ¿eh?. Y haced mucho caso a mamá”.

Te marchas sin mirar atrás. Sólo en el último momento con medio cuerpo allí ya, levantas la mano como cuando volvías de gira. Entonces, como en un resplandor, se te ilumina la cara con una gran sonrisa de niño. El niño que fuiste, el que no llegó a marcharse nunca porque nunca llegó del todo a ser. Salvo quizás allí ahora, a la luz de la eternidad. OCHO AÑOS HOY".